Una y otra vez, los presupuestos de austeridad les han proporcionado a los partidos políticos populistas aperturas políticas. En el Reino Unido, Francia, Polonia y otros países, los populistas han utilizado los recortes presupuestarios de austeridad para amedrentar a los gobiernos “fiscalmente responsables”.
Debido a esta dinámica, es difícil creer que Elon Musk pensara que el interés del presidente estadounidense, Donald Trump, por el Departamento de Eficiencia Gubernamental de Musk estuviera motivado por un compromiso genuino con el ahorro de dinero público. Su sentimiento de traición fue, sin embargo, lo suficientemente fuerte como para arremeter contra el proyecto de ley One Big Beautiful Bill (OBBBA) de Trump -que, según las previsiones, sumará billones de dólares al déficit presupuestario federal y a la deuda nacional de Estados Unidos-, calificándolo de “abominación repugnante”. Incluso Steve Bannon, un arquitecto clave de la agenda populista “Hagamos que Estados Unidos vuelva a ser grande” (MAGA) de Trump y adversario ideológico de Musk, ha hecho críticas similares al proyecto de ley, como también lo hicieron destacados republicanos del Senado como Rand Paul y Ron Johnson.
Tal disidencia de la derecha es inusual. Por supuesto, los republicanos han denunciado enérgicamente los planes de gasto de las anteriores administraciones demócratas. Pero cuando los presidentes republicanos están en el poder, estas preocupaciones sobre la asequibilidad desaparecen al instante. “Los déficits no importan”, como dijo el exvicepresidente Dick Cheney, principal artífice de la guerra de Irak.
Mientras que los republicanos entienden que tocar el tambor de la austeridad fiscal es un instrumento político, los demócratas han sido más sinceros -o ingenuos- sobre sus virtudes. Es cierto que hay buenas razones políticas para unirse a los disidentes republicanos y argumentar que los recortes fiscales del proyecto de ley para los ricos son “inasequibles”. Pero la historia sugiere que el Partido Demócrata puede perder pronto de vista el carácter estratégico de tales alianzas ideológicas y acabar desempeñando un papel desafortunado en una retorcida obra de moralidad de autoría de la derecha.
Desde Ronald Reagan, todos los presidentes republicanos han aumentado drásticamente el déficit mediante recortes fiscales y gasto militar. Por el contrario, las administraciones demócratas han hecho el trabajo de frenar la creciente deuda del país, en gran medida recortando la inversión pública y debilitando la red de seguridad social.
Lawrence H. Summers, que fue secretario del Tesoro bajo la presidencia de Bill Clinton, estaba convencido de que la reactivación económica de los años 1990 se debió al compromiso de Clinton de equilibrar el presupuesto. Como director del Consejo Económico Nacional del presidente Barack Obama, Summers impulsó con éxito la misma estrategia.
Tras una década de estancamiento económico, la administración del presidente Joe Biden rompió con este patrón e intentó despertar a la economía estadounidense de su letargo inducido por la pandemia con un estímulo fiscal masivo. Summers encabezó una ofensiva mediática contra esta política, advirtiendo sobre un repunte inflacionario. Pero Biden se mantuvo firme y, aunque la inflación se disparó brevemente, no se produjo ninguna catástrofe, gracias a la capacidad única de Estados Unidos para manejar grandes déficits presupuestarios, debido a la centralidad del dólar en el sistema financiero global. Una y otra vez, durante los últimos 50 años, Estados Unidos ha podido mantener niveles de deuda más elevados de lo que muchos anticipaban.
Después de que Biden se bajara de las elecciones presidenciales de 2024, el ascenso de Kamala Harris, su vicepresidenta, a lo más alto de la candidatura demócrata significó un posible retorno a la orientación de la política económica de las épocas de Clinton y Obama. Pero Harris perdió la carrera, dejando a Estados Unidos -y al mundo- en manos de Trump, el autoproclamado “rey de la deuda”.
Teniendo esto en cuenta, no es de extrañar que muchos exfuncionarios demócratas hayan dado la voz de alarma sobre el proyecto de ley de gasto de Trump. En el New York Times, Peter Orszag, que fue director de la Oficina de Gestión y Presupuesto bajo el mandato de Obama, argumentó que la deuda nacional hoy está alcanzando un nivel que podría socavar la disposición de los inversores globales a mantener activos en dólares. Summers también ha advertido que la OBBBA implica “una deuda a escala masiva que no podemos afrontar”.
Por supuesto, la capacidad de cualquier gobierno para financiar déficits es finita. La ex primera ministra británica Liz Truss lo aprendió por las malas en 2022, cuando el mini-presupuesto de su gobierno desencadenó un fuerte aumento de los costos de endeudamiento, lo que llevó a la rápida disolución de su mandato. Pero Trump no se dirige hacia un incidente como el de Truss. El dólar es mucho más importante para la economía mundial que la libra. Y el compromiso de la Reserva Federal de Estados Unidos de garantizar la liquidez del mercado del Tesoro, en concierto con los bancos centrales y los tesoros extranjeros, refuerza la condición de “demasiado grande para quebrar” del billete verde.
La reciente decisión de Moody’s de rebajar la calificación crediticia soberana de Estados Unidos fue significativa. Si el endeudamiento sin restricciones, unido a la interminable incertidumbre arancelaria, alimenta la inflación y desacelera el crecimiento, se producirán más rebajas, lo que encarecerá la financiación de la deuda pública estadounidense. Si bien esto tendría consecuencias adversas para Estados Unidos, no representa una amenaza existencial, lo que significa que las llamadas de los demócratas a la rectitud fiscal no ganarán tracción entre los republicanos.
Sin embargo, la determinación del partido de reequilibrar las cuentas influirá en el debate intrapartidario. Líderes del establishment demócrata como Harris, Gavin Newsom y Rahm Emanuel se dejarían la piel por repetir los años de Obama. Pero la institucionalización del estado de rescate y la prolongada austeridad fiscal de esa era empujarían al país a otra recesión, proporcionando un terreno fértil para el descontento popular y una mayor polarización política.
Por supuesto, Estados Unidos no es el único. En toda Europa y otros lugares, la adopción por parte de los gobiernos del socialismo para los ricos y la austeridad para todos los demás ha alimentado el auge de movimientos populistas del estilo MAGA. Pero el hecho de que tantos republicanos prominentes se opongan al proyecto de ley de gasto de Trump refleja el núcleo ideológico vacío que MAGA comparte con otros movimientos populistas de derecha. Una abigarrada colección de intensos agravios no se traduce fácilmente en una estrategia económica coherente.
En su lugar, el Partido Demócrata debería centrarse en construir una plataforma de política económica progresista que pueda movilizar el apoyo electoral. Bidenomics fue un comienzo bueno pero imperfecto, no un error que lamentar. Los demócratas de Estados Unidos-y de todo el mundo- deben ofrecer una visión más atractiva del uso expansivo del erario público. De lo contrario, puede que no vuelvan a tener las manos en las palancas de la política fiscal durante algún tiempo.
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El autor es profesor de Economía Política y Teoría Social en la Universidad de Sydney y autor, más recientemente, de The Bailout State: Why Governments Rescue Banks, Not People (Polity, 2025).