NUEVA YORK, PROJECT SYNDICATE – El 26 de marzo, el presidente Donald Trump firmó una orden ejecutiva imponiendo un arancel del 25% a todos los automóviles y camiones ligeros importados a Estados Unidos. Esta medida entró en vigor el 3 de abril, un día después de que la administración lanzara sus “aranceles recíprocos” sobre los socios comerciales de EE. UU. Trump intentó tranquilizar a los estadounidenses preocupados, prometiendo que “nuestra industria automotriz florecerá como nunca antes”.
No lo hará. Aunque los aranceles de Trump van en contra de la sabiduría económica convencional –desde Adam Smith y David Ricardo hasta John Maynard Keynes y Milton Friedman–, su confianza podría llevar a algunos a pensar que hay una lógica oculta detrás de ellos. Presuntamente, el arancel sobre automóviles y camiones busca incentivar a los fabricantes a establecer fábricas en EE. UU.
Pero, al examinarlo más de cerca, queda claro que este razonamiento es profundamente erróneo. Y si bien afectará negativamente a muchos países –especialmente Canadá, México y Japón–, el impacto más devastador se sentirá en el propio EE. UU.
Los críticos de Trump señalan con razón que el arancel aumentará los precios de los automóviles en EE. UU., pero ese es solo uno de sus muchos inconvenientes. Consideremos, por ejemplo, que industrias como la automotriz (y la de semiconductores) tienen costos de producción fijos sustanciales. Si después de incurrir en costos hundidos –como la adquisición de terrenos, construcción de fábricas y obtención de permisos– los aranceles se reducen repentinamente, las pérdidas podrían ser significativas. Los inversionistas necesitarían garantías de que los aranceles permanecerán en vigor durante al menos 10-15 años. Si el gobierno pudiera dar esa señal a los inversionistas, es probable que se establezcan nuevas fábricas de automóviles en EE. UU., aumentando la demanda de mano de obra.

Pero eso podría no ser un desarrollo positivo. Lejos de hacer que la industria automotriz estadounidense vuelva a ser grande, el impulso artificial de la demanda de mano de obra tradicional podría perjudicar la salud a largo plazo de la economía de EE. UU. Con el mercado estadounidense protegido detrás de su muro arancelario, la producción nacional se volvería cada vez más costosa. Mientras tanto, países con costos laborales naturalmente más bajos, como China, India, México e Indonesia, podrían producir automóviles a precios mucho más bajos, superando a EE. UU. y consolidando su posición en el mercado global.
El intento desesperado de Trump de revivir la manufactura automotriz contrasta fuertemente con la manera en que EE. UU. manejó el declive de su industria textil. A principios del siglo XIX, EE. UU. era un líder en textiles, con fábricas de algodón y lana operando a plena capacidad. Los sectores textil y de confección continuaron prosperando mucho después de la Primera Guerra Mundial, con Carolina del Norte a la cabeza. Pero a medida que EE. UU. se enriqueció y los costos laborales aumentaron, perdió gradualmente su ventaja comparativa y se orientó hacia sectores que requerían investigación e innovación, donde estaba bien posicionado para liderar. Hoy en día, la industria textil está dominada por países como Vietnam, Bangladesh y Turquía.
Si EE. UU. hubiera decidido imponer aranceles elevados sobre textiles y prendas importadas en la segunda mitad del siglo XX para fomentar la producción nacional, podría haber seguido siendo un centro de manufactura de ropa. Pero esto habría tenido un costo elevado: la economía de EE. UU. no estaría donde está hoy. En su lugar, habría grandes fábricas donde los trabajadores realizarían trabajos intensivos en mano de obra.
Esto no significa que los aranceles no sean efectivos ni necesarios en ciertas circunstancias cuando se usan estratégicamente y con moderación. Pero cuando socavan la ventaja competitiva de un país, como sin duda lo harán los aranceles de Trump, solo pueden causar daño.
La historia ofrece valiosas lecciones sobre los peligros del hiper-nacionalismo y las políticas comerciales proteccionistas. A principios del siglo XX, Argentina crecía rápidamente y era uno de los países más ricos del mundo, superando a Alemania y Francia. Algunos incluso predecían que superaría a EE. UU. económicamente.
Todo cambió en 1930, cuando José Félix Uriburu lideró un golpe militar y se declaró presidente. En menos de tres años, restringió la inmigración y casi duplicó los aranceles. Mientras tanto, EE. UU. estaba abriendo su economía tanto a bienes como a personas, invirtiendo en educación superior y realizando investigaciones de vanguardia. La economía estadounidense se disparó mientras que la de Argentina se estancó, acabando con cualquier esperanza de competir con EE. UU.
La lección es clara: en lugar de aferrarse a industrias obsoletas mediante medidas proteccionistas, los países deben abrazar la innovación. Sin embargo, aunque los avances tecnológicos crean oportunidades económicas, también tienden a reducir la demanda de mano de obra. La solución radica en la tributación redistributiva y en la participación en las ganancias, para garantizar que los beneficios del crecimiento se asignen equitativamente en lugar de ser acaparados por las corporaciones y concentrados entre los multimillonarios.
Por supuesto, la tributación redistributiva no es una tarea fácil. Debe diseñarse cuidadosamente para evitar desalentar la innovación y distorsionar los incentivos. Pero es mucho más deseable que las políticas erradas de Trump y, en una era de cambio tecnológico acelerado, es absolutamente esencial.
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Kaushik Basu, ex economista jefe del Banco Mundial y ex asesor económico principal del Gobierno de la India, es profesor de Economía en la Universidad de Cornell y senior fellow no residente en la Brookings Institution.