WASHINGTON, DC, PROJECT SYNDICATE – A pesar de la sucesión de crisis que tuvieron lugar desde 2020, la economía global ha resistido notablemente bien -hasta ahora-. Pero el margen de error es cada vez menor. La deuda global total hoy es casi un 25% más alta de lo que era en vísperas de la pandemia del COVID-19, cuando ya estaba en un máximo histórico. Este sobreendeudamiento podría socavar la capacidad de todas las economías para protegerse contra la última sacudida: aranceles comerciales más elevados.
Aunque la deuda es crucial para impulsar el crecimiento económico, debe entenderse como una forma de fiscalidad diferida. Al endeudarse en lugar de gravar, los gobiernos pueden hacer inversiones a largo plazo que beneficiarán a los futuros contribuyentes sin gravar a la generación actual; o pueden apuntalar el crecimiento nacional y los ingresos durante una emergencia económica, cuando un alza de los impuestos no haría más que profundizar la recesión.
Sin embargo, al final hay que pagar el pato y, si la renta nacional no crece más rápido que el costo del crédito, habrá que subir los impuestos para pagar la deuda. Una deuda persistentemente elevada se convierte así en una barrera para el progreso económico.
Esta barrera rara vez ha sido tan alta. En los últimos 15 años, los países en desarrollo quedaron atrapados en condiciones de deuda, que acumularon a un ritmo récord: seis puntos porcentuales del PIB al año, en promedio. Estas acumulaciones aceleradas de deuda suelen acabar en lágrimas. De hecho, las probabilidades de que desencadenen una crisis financiera son aproximadamente del 50%.
Asimismo, este aumento en particular se ha visto marcado por el incremento más rápido de las tasas de interés en cuatro décadas. Los costos de endeudamiento se han duplicado en la mitad de las economías en desarrollo, y el costo neto de los intereses, como porcentaje de los ingresos públicos, aumentó de menos del 9% en 2007 a cerca del 20% en 2024. Esto por sí solo constituye una crisis.
Aunque hasta ahora el mundo ha logrado sortear un colapso financiero “sistémico” como el de 2008-09, demasiadas economías en desarrollo se encuentran ahora en un círculo vicioso. Para pagar sus deudas, muchas de ellas están recortando las inversiones en educación, atención médica e infraestructura que se necesitan para garantizar el crecimiento futuro.
Esto es especialmente cierto en el caso de los 78 países pobres que pueden recibir préstamos de la Asociación Internacional de Fomento del Banco Mundial. En estos países vive una cuarta parte de la humanidad, lo que representa una gran parte de los 1.200 millones de jóvenes que entrarán a formar parte de la población activa mundial en los próximos 10-15 años. Sin embargo, los responsables de las políticas de todo el mundo han optado por tentar a la suerte. En otro triunfo de la esperanza sobre la experiencia, apuestan a que el crecimiento global se acelerará -y a que las tasas de interés bajarán - lo suficiente como para desactivar la bomba de la deuda.
Esta pasividad es comprensible. Ha sido extremadamente difícil concebir un sistema del siglo XXI capaz de garantizar la sostenibilidad de la deuda global y la rápida reestructuración de la deuda de los países que lo necesitan. A falta de un sistema de esas características, los avances que sí se han producido han sido demasiado lentos como para evitar los crecientes peligros de la deuda.
Pero el mundo no puede permitirse otra década de deriva y negación en lo que respecta a la deuda. Con las políticas actuales, el crecimiento global no se acelerará en breve, lo que significa que probablemente aumenten los ratios deuda soberana-PIB en lo que queda de esta década.
Las guerras comerciales y los niveles sin precedentes de incertidumbre política de hoy no han hecho sino empeorar las perspectivas. A principios de 2025, la previsión de consenso entre los economistas auguraba un crecimiento mundial del 2,6% este año. Esa cifra ha bajado ahora al 2,2% -casi un tercio menos que el promedio que prevaleció en los años 2010.
Tampoco bajarán las tasas de interés. En las economías avanzadas, se espera que las tasas de interés fijadas por los bancos centrales alcancen una media del 3,4% este año y el próximo, más de cinco veces el promedio anual entre 2010 y 2019. Esto agravará las dificultades de las economías en desarrollo. En una época de recursos públicos escasos, será necesaria una movilización total de capital privado para impulsar el crecimiento y el desarrollo en los próximos cinco años.
Pero es poco probable que el capital privado extranjero fluya hacia economías muy endeudadas con escasas perspectivas de crecimiento. Los inversores privados asumirán correctamente que cualquier ganancia derivada del crecimiento económico será simplemente gravada para pagar la deuda. En consecuencia, la reducción de la deuda debería ser la máxima prioridad para las economías en desarrollo con ratios deuda-PIB persistentemente elevados.
Pero también necesitamos una visión clara del problema más amplio: es urgente modernizar el sistema global para evaluar la sostenibilidad de la deuda de un país. El sistema actual se apresura a decidir que los países solo necesitan préstamos para salir adelante, cuando la mayoría de los países de bajos ingresos, de hecho, son insolventes y necesitarán condonaciones de deuda. Los gobiernos también tendrán que perder la costumbre de endeudarse con acreedores nacionales; el aumento de la deuda interna está sofocando la iniciativa del sector privado nacional.
Tras reducir la deuda, la siguiente prioridad es acelerar el crecimiento. Es absurdo pretender que el crecimiento volverá por arte de magia. Las políticas que obstaculizan el comercio y la inversión -como los aranceles y las barreras no arancelarias- deberían desmantelarse lo antes posible. Para muchas economías en desarrollo, recortar los aranceles equitativamente para todos los socios comerciales podría ser la vía más rápida para restablecer el crecimiento. Las economías en desarrollo también tienen mucho que ganar si fomentan un entorno regulatorio más favorable a la inversión. Y esos logros pueden utilizarse para volver a centrar la atención nacional en el desarrollo, en particular incrementando las inversiones en salud, educación e infraestructura.
Como dice el refrán, cuando se está en un pozo, es mejor dejar de cavar. Una época de tasas de interés extraordinariamente bajas animó a demasiados países a gastar por encima de sus posibilidades. Una serie de catástrofes -tanto naturales como provocadas por el hombre- les impidió hacer otra cosa en los últimos cinco años. Pero ahora la prudencia es esencial. Los gobiernos deberían volver a las normas anteriores sobre qué constituye una deuda soberana excesiva. Digamos que es el máximo del 40-60: 40% del PIB para las economías de bajos ingresos, 60% para las de altos ingresos, y todos los demás se encuentran en un rango intermedio.
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El autor es economista principal y vicepresidente sénior de Economía del Desarrollo del Banco Mundial.